sábado, 14 de enero de 2017

La ilusión te lleva alto, altísimo.

En numerosas etapas de mi vida, me he sentido Dédalo e Ícaro. Hay una parte mía que, luego de construir mis alas, me dice siempre que tenga cuidado de no volar tan cerca al Sol porque la cera se va a derretir y voy a caer en espiral al vasto mar... Pero la otra parte mía es entre temeraria y sorda... y vuela alto, altísimo, hasta que siente que un ala, y la otra, se van poniendo cada vez más ligeras y su cuerpo cada vez más pesado hasta que el mar se convierte primero en un muro de cemento contra el que mi ilusión se estrella y, luego, un ángel helado que me abraza hasta llevarme profundo, muy profundo. 

No sé qué sucede después. No sé cuál es el proceso siguiente. Lo que sé que es termino recogiendo pedazos de cera de las celebraciones de los mundos ajenos para reconstruir mis alas. Pareciera que soy como una suerte de ave fénix, pero con ortopedia. 

Sin embargo, este es un momento de aprendizaje. Estoy aprendiendo a medir el ímpetu, a calcular la altura de mi capacidad, a domesticar mi ilusión en la espera. Eso. La espera. La urgencia de la espera. La calma. La paciencia. Y caigo en cuenta de que, tal vez, permanecer sentada con la piernas recogidas a la orilla del mar para contemplar el atardecer mientras que mis alas me abrazan puede ser el mejor escenario para mí ahora. 

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